martes, 10 de mayo de 2011

El sabor del sonido



Hoy

Estamos tomando un café. O mejor, varios. En dos tazas que se van rellenando poco a poco. Las mesas van cambiando de forma y materiales. A veces son de mármol blanco como el de los bancos de la cocina; de madera, de railite; algunas otras, el cristal, ahumado o transparente. Las hojas son de cuadernos viejos o reventados, llenos de notas, semillas, tierra, hojas recogidas de los parques. El café es ,digamos, confuso; comprobamos la diferencia de texturas entre uno solo a uno con azúcar: las manchas, de color nogalina, extienden el desayuno por nuevas rutas, abriendo caminos en la blanca espesura del mantel, o el barniz, si no hubiese mantel ni rayas ni cuadros. Y seguimos. Más tazas para más sillas.

Ha pasado el mediodía.

Vayamos hacia la terraza de Robert, donde las gaviotas tropiezan con el son de sus alas. Entremos en la espuma de la corriente con un giro de muñeca; sobrepasamos la esquina con una salpicadura. Dejémonos tragar por las olas hasta encontrar el fondo y los tesoros. Respiremos, sí, bajo el mar, Y continuemos los pasos, hasta una formación de rocas que esconde un naufragio sin fantasmas, un museo de coral y bancos de peces de colores, unos tentáculos fugaces que apenas se ven. Y un cofre.

Arrancamos, hacia arriba, soltamos una esquina del cuaderno, y encontramos la cerradura, y entonces dibujamos una llave. No sirve. Otra llave. Tampoco. Y por fin, el cofre nos dice, impaciente, que dibujemos un caballito de mar, que sí sabrá como llegar hasta allí. Ahí dónde, preguntamos. Donde se convence a los bloqueos, donde se abren los pestillos, donde las puertas se abren con educación, responde. Ah.

El cofre no está exactamente vacío: está lleno de algas, de cangrejos que vuelven al mar a toda prisa, está lleno de algas que expulsan algo parecido a humo, como diminutas chimeneas de una ciudad transportable. Las conchas brillan, todavía húmedas, y la madera respira sostenida por los clavos oxidados. Parece que no hay nada más que ese mundo.

Un silbido nos hace girar las cabezas y nos señala unas dunas, tras la que se ve algo en movimiento. Se escuchan unos ruidos, como los que hacen los niños en el patio de un colegio. Aparecen un par de ellos, con máscaras de tela, y nos saludan con las manos. Todo eso ocurre minutos antes de que una tormenta tropical de primavera ataque la playa y borre todo rastro de lo que acabamos de leer. Hasta ahora.

Sentados, uno delante del otro, volvemos a llenas las tazas, liberando las líneas a cada movimiento de los dedos; el papel sorbe los trazos y bebe las manchas. Ya habrá alguien que lea los posos. Y los sueños.


(Ilustración: Xëlon)

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